sábado, 14 de abril de 2012

¡Bienaventurados los envejecientes!


Por Vilma Pandelo Cruz

Hay dos personas a las que debemos cuidar y atender siempre, a los niños y los envejecientes. Y hay dos privilegios que Dios concede al ser humano; el de ser madre y el de poder llegar a la vejez.
   
La evolución del hombre tiene una etapa que es la parte final de su existencia o de la decadencia de ser y es la vejez. Una etapa que no todos tienen el privilegio de vivirla intensamente.
   
Muchos nacen y se mueren años después, otros llegan a la adolescencia, otros a la adultez y otros a la vejez.
   
La mayoría de las personas desean llegar a viejos para ver crecer a sus hijos, encausarlos por el buen camino, verlos formar familia, disfrutar de sus nietos y además descendencias y es algo realmente hermoso, pero no todos los que piensan así, respetan la vejez de sus ancestros ni de los padres de estos.
  
Piensan que los viejos son mañosos, molestosos, insoportables, que merecen estar en un lugar aparte; no podemos obviar la realidad de que la vejez es el retroceso del hombre y por ende, éste tiende a hacer cosas infantiles por la pérdida de la memoria, en fin, acciones propias de su senitud.
   
Somos testigos de muchos envejecientes que son internados en casas de reposo a las que les llaman hospicios. Allí aunque se ocupan de ellos y les dan cariño, no es lo mismo, porque el calor familiar se pierde y la privacidad que le corresponde a esos envejecientes es bloqueada.
   
Cada vez que pensemos en deshacernos de un envejeciente, debemos ponernos en su lugar y entonces es posible que entendamos lo que ellos sienten cuando son enviados a esos lugares, se sienten despreciados, inservibles, y sobre todo, muy solos.
   
El envejeciente necesita estar con sus familias para así disfrutar de sus últimos días llenos de felicidad y en compañía de sus seres más queridos, claro que se les debe proporcionar tranquilidad y un espacio  para cuando quiera estar solo, pero jamás separarlo de sus nietos y de sus cosas más queridas, como sus recuerdos, su casa. En fin, todo lo que antes le pertenecía.
   
Llevar a un envejeciente a un lugar de reposo es acercarlo más a su muerte, o traerle una pena o un dolor. Muchos viejitos cuando lo separan de sus familias se mueren de la tristeza y esa es la crueldad más grande que se puede cometer contra un ser humano indefenso y ya cansado por el paso de los años.
   
Ojalá y todos pudiésemos llegar a la vejez, aunque hay muchos que le temen porque todos los órganos pierden sus activos movimientos, la piel se arruga, la visión se acorta; el placer, la imaginación y creatividad pierden su espacio, dando paso a un sentimiento tranquilo que se convierte en costumbre.
   
Pidamos a Dios para que los jóvenes consideren a los envejecientes, que los seniles vivan su tiempo feliz, que los hijos reconozcan que es su responsabilidad regalarle alegría a sus padres envejeciente, tenerlos consigo hasta el fin de sus días, porque el hijo que envía a sus padres a un lugar para ancianos corre la misma suerte.
   
Aquí les dejo con una cuantas bienaventuranzas que espero sirvan de reflexión y nos enseñen a cambiar de actitud frente a un privilegio tan hermoso y tan codiciado por todos como la vejez.

Bienaventurados los que comprenden mi extraño paso al caminar y mis manos torpes.
Bienaventurados los que saben que mis oídos tienen que esforzarse para comprender lo que oyen.
Bienaventurados los que comprenden que aunque mis ojos brillan, mi mente es lenta.
Bienaventurados los que con una dulce sonrisa me estimulan a intentar una vez más.
Bienaventurados los que nuca me recuerdan que he hecho dos veces la misma pregunta.
Bienaventurados los que escuchen pues yo también tengo algo que decir.
Bienaventurados los que saben lo que siente un corazón aunque no lo pueda expresar. 
Bienaventurados los que me respetan y me aman como soy, no como ellos quisieran que fuera.
Bienaventurados los que me ayudan en mi peregrinar a casa del Padre Celestial.





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